Xoel decidió comenzar a abrirse camino para venir a este mundo una tarde de invierno

Eran las siete y media de la tarde del jueves, 30 de diciembre de 2021. Justo el día en que salía de cuentas. El proceso comenzó mientras practicaba yoga en casa. De repente noté como unos pinchacitos en el abdomen y al poco sentí un flujo caer. Con una mezcla de nervios, ilusión, miedo e inmensa alegría, decidí seguir con la sesión de yoga. Y seguí practicando con calma y cierta inquietud, sintiendo pinchacitos cada vez más frecuentes, hasta que se hicieron más intensos. Al cabo de un rato, sentí ganas de vomitar y vomité, mi cuerpo se preparaba. Sobre las nueve de la noche salí de la habitación para avisar al papá, que estaba en plena videoconferencia desde hacía un buen rato. Y todo empezó a avanzar más rápido. Nos fuimos al dormitorio, colocamos la esterilla, la pelota de pilates, me puse a cuatro patas y comencé a pedirle a mi compañero que hiciera presión en mi espalda baja cada vez que venía una ola uterina. Le pedí también que me preparara la bañera.

Mientras yo me bañaba, él decidió aprovechar para bajar a nuestra perra y luego estuvo un rato (que a mí me pareció eterno) preparándose la cena y cenando. Me ofreció comida, pero la rechacé. Cuando por fin volvió, me ayudó a salir del baño, nos quedamos un rato más en el dormitorio y ya decidimos ir preparando todo para salir hacia el hospital. Vestirme, coger las cosas, terminar de cerrar la maleta… todo era lento, pues con cada contracción teníamos que parar, respirar, hacer presión en la zona de la espalda baja… y para esto último yo precisaba ayuda. Las contracciones en las que él no pudo acompañarme fueron las más difíciles. Sentir sus manos en mi cintura y la presión en la pelvis hacia dentro me aliviaba. Y aunque las sensaciones eran muy intensas, sabía que yo estaba preparada para eso. Y que con ayuda se transitaba mejor.

 

Temía el momento de salir de casa y bajar al garaje. Pero ya tenía contracciones cada 5 minutos y llevaba así más de una hora, según las cuentas de Javi. Yo no podía ni quería saber nada de relojes ni de teléfonos. El cuerpo me pedía ya menos ropa, quedarme en un sitio resguardado. Salir a la calle, naturalmente, no resultaba cómodo.

El trayecto al Hospital Provincial fue muy corto, apenas 7 minutos, no había tráfico. Era casi medianoche. Recuerdo que durante el viaje las olas uterinas eran en general soportables y gestionables, unas más fuertes que otras. Fui desde admisión hasta la zona de maternidad por mi propio pie, a pesar de que me insistieron en que me sentara en una silla de ruedas. Caminar me aliviaba, y cuando venía la ola, doblaba las rodillas (como en Utkatasana) y colocaba las manos en los muslos, y eso me permitía sobrellevarla mejor.

Cuando llegó la matrona, Iria, nos hizo pasar a la sala de dilatación. Tuvimos mucha suerte, nos tocó la mejor habitación, la única con bañera. Era lo que quería, casi se me salen las lágrimas de la emoción. Todo parecía ir bien. Solicitamos monitorización intermitente y que no me pusieran vía y así lo hicieron. La matrona me pidió permiso para hacerme un tacto, acepté y vimos que estaba de 5 centímetros. Me llevé una alegría. Todo estaba en marcha, todo seguía su curso y cada vez faltaba menos para ver a Xoel. Además, las olas seguían viniendo con intensidad. Me prepararon la bañera y estuve un buen rato dentro. Desde fuera, Javi me masajeaba la espalda cuando venía la contracción. Nos trajeron aromaterapia y encendimos una vela. Yo respiraba y respiraba, me relajaba al máximo siempre que podía y avisaba a Javi cuando sentía que se acercaba la ola: “viene otra”, le decía. Y él hacía todo lo que podía para acompañarme. A menudo, yo le indicaba dónde exactamente y cómo tenía que poner las manos y le pedía que apretara con más fuerza.

Llegó un momento en que tuve frío y quise salir de la bañera, pensando que quizá más adelante querría volver a entrar. Sin embargo, los cambios de temperatura que sentía eran tan bruscos (mucho calor durante las contracciones y en ocasiones mucho frío durante los descansos), que me dio la sensación de que el agua me haría pasar más frío. Así que me quedé fuera del agua el resto del trabajo de parto.

Decidí sentarme sobre la pelota, con el tronco apoyado en la cama y mi pareja sentada detrás de mí. Estuvimos así un buen rato. En algún momento la matrona me preguntó si quería otro tacto, accedí y me dijo que estaba de 7 centímetros. La cosa avanzaba. Las olas se hacían cada vez más intensas. Pero recuerdo cómo, entre una ola y otra, yo estaba en pleno éxtasis, embriagada por lo sagrado y mágico del momento que estábamos viviendo. Me sentía fuera de este mundo, sin duda gracias al potente efecto de las endorfinas que mi cuerpo segregaba naturalmente, con el fin de bloquear la sensación de dolor y producir una respuesta emocional placentera, en mí y en mi bebé.

Un tiempo después decidí ponerme en el taburete de parto. Ya cuando entré en la habitación lo había visto y mi atención se había focalizado en él, tenía ganas de probarlo. La postura sentada en el taburete me resultaba cómoda, pero pasado un tiempo, sentí que quería cambiar de posición. Volví a sentarme en la pelota. Me hicieron, siempre con consentimiento, el tercer tacto: ya estaba en completa, 10 centímetros.

Iria me propuso ponerme a cuatro patas, apoyada en la pelota y estuve así un rato. Pero sentía que me cansaba más. Probé a empujar tumbada de lado en la cama. Y luego fui intercalando la postura sentada en la pelota y en el taburete, a la vez que tiraba de toallas y sábanas atadas a la cama, que hacían de cuerdas, y me ayudaban a empujar.

Recuerdo que tenía miedo de empujar porque sentía que me rompía por dentro, que si empujaba mucho me dolería más. Sin embargo, por momentos, también sentía que mi cuerpo empujaba solo. Empecé a vocalizar, gritar, gemir con cada contracción, además de respirar tal como lo había aprendido y practicado. Los sonidos eran cada vez más salvajes, incontrolables, sexuales. Salían de un lugar muy, muy dentro de mí. De un lugar nunca antes explorado. Salían de mi fuerza interior, de la fuerza que la Naturaleza nos dio a las mujeres. Salían de lo más profundo de mis entrañas. Poco me importaba que toda la planta del hospital pudiera escucharme. Estaba pariendo. La matrona me animaba diciendo “Xoel ya casi está aquí”.

Y, tal como había escrito en mi plan de parto, colocó un espejo para que pudiera ver cómo su cabecita asomaba a través de mi cuerpo. Faltaba poco, y eso me dio más fuerzas para seguir. En una de las contracciones, salió su cabeza, y en la siguiente, su cuerpo. Iria me ayudó a recoger a mi hijo y enseguida lo colocó en mis brazos.

Poco después, me ayudaron a levantarme del taburete y a tumbarme en la cama con el bebé pegadito a mí. Y en ese momento, con mi hijo sobre mi vientre, ahora ya al otro lado de la piel, fue maravilloso comprobar cómo él reptaba en dirección a mi pecho y se agarraba a mi pecho derecho, con total naturalidad y seguridad, guiado por su instinto. La dicha y la plenitud que experimenté en esos momentos es indescriptible. Había parido. Todo había fluido con naturalidad, tal como yo lo había deseado. Nuestros deseos se habían cumplido. Tenía en mis brazos a mi hijo, tras un parto tranquilo, seguro, sin complicaciones y respetado en el hospital público de nuestra ciudad. Me sentía tan afortunada. Eran las siete menos diez de la mañana.

Al cabo de unos minutos. No sé cuánto tiempo pasó porque había perdido la noción del paso del tiempo, alumbré la placenta con unos pujos guiados por la matrona. Sentía cierto dolor, pero estaba satisfecha porque sabía que era el último paso para completar el nacimiento. Iria se ofreció a hacernos una impresión de la placenta. Ha sido, sin duda, la experiencia más intensa, bella, desafiante y empoderadora de mi vida. Nada es comparable. Las mujeres somos capaces de todo.

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